Tras dos semanas prácticamente desconectada del mundo virtual estoy de
vuelta.
Las vacaciones terminadas, recién incorporada al trabajo y a la vida cotidiana.
Este último tramo de vacaciones lo he pasado en casa de mis padres: vida
tranquila disfrutando de los míos, lecturas, comidas, baños en la piscina y
paseos al atardecer.
Javier regresó de su experiencia de interrail más delgado tras recorrer media
Europa en tren con sus amigos, hospedándose en apartamentos donde tenían
que hacerse la comida.
Cuando por wasap concretábamos la hora para recogerlo en el aeropuerto me
preguntó que habría para comer. Parece que ahora entiende mejor lo trabajoso
que es organizar, comprar y preparar comidas.
Ha regresado más maduro y hasta físicamente parece que ha crecido. Quizás
también porque se ha dejado un poquito de barba.
Aunque coincidimos algunos días todos los hermanos en casa de mis padres, ha
sido con mi hermana Gema y su familia con quien más tiempo hemos estado.
Mi sobrino más pequeño, Toso, es ya un auténtico adolescente que casi tiene mi
altura pero aún sigue siendo el baby de la casa, continuamente pidiendo juegos
y aventuras.
Desde que hace casi dos años descubrimos casualmente una casa
abandonada a orillas del río Guadiana, una de las excursiones que más
nos gusta hacer es visitarla.
El seco y caluroso verano la muestra de una manera diferente: el Guadiana
prácticamente desaparece en esta zona durante el estío y el verde de tejados y
pradera cambia a tonos pajizos.
Sólo la hiedra, las higueras, algunos árboles y la vegetación que crece en el
cauce permanece verde.
Los ventanales y contraventanas de la casa han desaparecido y hay evidencias
también de haberse llevado el cobre del cableado eléctrico que quedaba.
Algunos techos y paredes se han caído aumentando el aspecto decadente de
esta construcción que aún así mantiene ese encanto de las mansiones
abandonadas que nos evocan otras vidas y otros tiempos.
Esta pequeña construcción que en invierno tiene las tejas verdes por el musgo y
la vegetación crecida encima, es un lavadero con una gran pileta de obra sobre
la que se ha caído parte de la techumbre interior por lo que no nos atrevimos a
entrar, pero que yo imagino siempre restaurada y transformada en una
acogedora cabaña.
Continuas bandadas de patos sobrevuelan el cielo de esta tierra llena de
humedales.
Muchísimos higos, aún verdes, que me hicieron pensar en una rica
mermelada y pocas moras de zarza porque en esta zona ya estaba
pasada la temporada.
Parece que este año me quedo nuevamente con ganas de hacer mermelada
casera con frutos recolectados por mí misma.
En esta ocasión nos acompañaron mis padres, adorables y amorosos como siempre.
Un lugar al que seguramente volveremos porque siempre nos sorprende y
convierte el paseo en una agradable aventura.