Ellas, con unos años de más, desmenuzaban los mismos temas de siempre con la ilusión de quien quiere saberlo todo de nuevo. Les gustaban las flores y siempre intercambiaban consejos para mantenerlas vivas. Aunque en el fondo, aquello era una lección de cómo regar una amistad. Ellos hablaban de fútbol como si les fuera la vida, pero el balón sólo era una excusa para recordar los partidos de sus vidas, los que habían jugado juntos.
Los niños se entretenían fuera, en el jardín. Se inventaban victorias y aprendían a perder. Había una sincronización tan perfecta entre todas las personas de esa casa que cualquier director de teatro hubiera preguntado el secreto. Sin embargo, nada estaba previsto allí, entre unas ventanas que ya no querían cerrarse y unas puertas que no paraban de abrirse. La vida era estar fuera y dentro. En el primer sábado de junio, nadie quería dejarse nada por hacer para el siguiente.
La mesa se sirvió sin prisas. Primero llegaron los platos, luego los cubiertos. Todos hicieron las maletas y partieron hacia el jardín. Aunque pareciera egoísta no querían saber nada del mundo. Suele pasar cuando éste se hace pequeño para caber en un mediodía como aquél. El tiempo supo retirarse a tiempo, para dejarlos a solas. Hacía mucho que no se reunían las dos familias aunque nunca dejaron de pensarse así, unidos. La última vez, la butaca estaba en el mismo lugar. Pero también otras tantas cosas porque por mucho tiempo que pase, la esencia de algunos momentos es siempre igual y se puede encontrar en un mediodía de junio...como el de hoy.