Que soy una enamorada de Francia y lo francés, lo he ido pregonando prácticamente desde que empecé a escribir el blog e incluso es algo que subrayo en mi perfil. Teniendo en cuenta la gran ventaja que tengo de vivir a una hora y media de la frontera con el país vecino, eso me ha permitido escaparme varias veces y entre otras regiones he podido visitar Alsacia, la Bretaña, Normandía y el Valle del Loira. Me quedaba pendiente, sin duda, la más famosa de todas: La Provenza.
En líneas generales tengo que admitir que no vengo excesivamente entusiasmada. Me ha parecido que está demasiado enfocada al turismo y eso le resta autenticidad. De todas formas, el hecho de haber sido las primeras vacaciones con Gala, lo ha convertido en un destino muy especial. Viajar con un bebé de 5 meses tiene sus peculiaridades y a veces te depara algún que otro contratiempo. Como por ejemplo, cuando nos tuvimos que desviar de la ruta un domingo al mediodía para acabar comprándole ropa en un Intermarché porque no llevávamos nada de recambio y ese día el pañal no estaba bien ajustado y se escapó todo. Pero siendo sincera, al margen de esas pequeñas anécdotas, lo mejor de las vacaciones ha sido lo bien que se ha portado. Y eso que no éramos del todo optimistas viendo lo inquieta que estuvo en una anterior escapada que habíamos hecho a Begur. Cada día nos íbamos en coche a visitar pueblecitos o ciudades y ella aprovechaba esos trayectos para dormir. En los restaurantes se quedaba tranquila en el cochecito cosa que hasta el momento había sido casi imposible. Y además, hemos podido comprobar que le gusta mucho hacer el turista y que disfruta descubriendo cosas nuevas.
Nuestra primera parada en La Provenza fue en L’Isle sur la Sorgue, un pueblo famoso por albergar un sinfín de anticuarios y brocantes, eso sí, con piezas solo aptas para bolsillos adinerados. Consejo: preferible no visitarlo en domingo. Ese día hay mercado con lo que se multiplican los visitantes y la verdad, tanta marabunta de gente es agobiante. Por no decir que es muy difícil encontrar aparcamiento y mesa para comer. Sobretodo, no dejéis de entrar en Le Village des Antiquaires de la Gare porque es un pequeño paraíso, un auténtico Marché aux Puces con un encantador café donde recomiendo tomaros algo en su terraza. Nosotros lo hicimos, y fue una de las mejores experiencias del viaje.
Los mejores paisajes provenzales los vimos en la zona del Luberon. Allí se encuentran dos de los pueblos más bonitos de Francia y reconocidos oficialmente en la lista de los 25 elaborada por el patronato de turismo del país: Gordes y Les Baux de Provence. Sí, son muy bonitos, pero me sobraban tantas tiendas de souvenirs. Personalmente me quedo con el pueblo de Rousillon y sus casas con fachadas en tonos ocres, mucho más tranquilo y desde el que se puede contemplar uno de los paisajes más espectaculares de La Provenza. Además, durante el trayecto en carretera que une Gordes y Roussillon pudimos encontrar campos de lavanda, algo que me había propuesto fotografiar sí o sí en este viaje. También fue una delicia descubrir el Bistrot de Marie en el coqueto Saint Remy. A pesar de no ser un restaurante demasiado económico, merece la pena comer en su patio.
También hay que perderse por Avignon y visitar el imponente Palacio de los Papas, además de pasear por la elegante Aix-en-Provence, antigua capital de la región antes de que lo fuese Marsella. En Aix, me topé con una tienda para bebés y niños que era toda una perdición: Le Petit Souk, con un estilo retro y vintage que me dejó alucinada.
Y respecto a nuestro alojamiento, Francia es un país con una oferta muy amplia ya que al margen de hoteles y alojamientos particulares, dispone de toda una red de Maisons d’Hôtes o Casas de Huéspedes, con una excelente calidad relación-precio. Nosotros elegimos una casita dentro de una propiedad, en el Domaine des Machottes, es lo que en Francia se conoce como un gîte.
Imágenes: ToC ToC Vinatge
El hecho de tener absoluta privacidad y de poder ir a nuestro aire, nos permitió poder organizarnos mejor con Gala, y a excepción de una noche que cenamos fuera, el resto siempre lo hicimos en la casa. Es difícil en verano mantener la rutina de acostarla a las ocho y media, pero para ella es lo más adecuado para poder conciliar mejor el sueño. Precisamente, la noche que nos saltamos esa rutina y nos la llevamos a cenar con nosotros, acabamos descubriendo un bonito restaurante, Le Rabelais, en el pequeño pueblo pesquero de Saint-Chamas. Nos dieron una mesa en el patio, bajo un olivo, y al margen del servicio, que fue impecable, cenamos de maravilla y a muy buen precio.
De todas formas, el descubrimiento más especial, me lo guardo para el próximo post.