Antes de irnos para siempre de este mundo dejemos las cosas bien hechas. Amemos a todas las personas que podamos, dejemos la bondad como nuestra bandera, respetar para que siempre nos respeten, acoger y no renegar de nuestra historia, conseguir realizar nuestros sueños y nunca, nunca dejar de dar ése último beso para que jamás nos arrepintamos de no haberlo hecho.
Que no se os olvide ser felices.
El bibliotecario.
Antes de irse
Las paredes de la habitación amarillean por el paso del tiempo y el poco cuidado recibido, el techo se resquebraja en grandes trozos de pintura vieja, las camas tienen un revestimiento de color naranja para que no se note tanto el hierro invadido por el óxido, las ventanas son grandes y la silicona que las sujeta al marco se encuentra seca y roída, las persianas de madera están acorchadas por la humedad.
Marta descansa en una de las seis camas que hay en la habitación. Sigue respirando, y lo hace lentamente. Me encuentro a su lado, sentado en una silla, con las piernas cruzadas y los brazos apoyados en las rodillas. La miro, no aparto los ojos de su rostro. No sé que debo de hacer, lo único que se me ocurre es mirarla, mirarla…
La puerta de la habitación se abre. Algunos rayos de luz artificial entran aclarando la penumbra del cuarto. Irrumpe en él una enfermera, me saluda y se dirige hacia donde se encuentra Marta, coge su muñeca y le toma el pulso, observa el suero: gota a gota entra lenta e interminablemente en su frágil brazo. Se separa de la cama. Antes de marcharse de la habitación me mira, yo le devuelvo la mirada. Me regala una suave sonrisa y arquea las cejas. Se marcha dejándome solo con Marta y los otros cinco enfermos. Ninguno desvaría, pero uno de ellos habla mientras sueña. Repite una y otra vez el nombre de Sonia mientras mueve bruscamente la cabeza de un lado a otro. Creo recordar a esa Sonia: una mujer que ha venido a visitarle de vez en cuando. Siempre que llega a la habitación lo hace con el semblante serio, se sienta en la cama, al lado del enfermo, y se limpia el sudor. Él la sonríe. Ella le besa como si fuera su esposa, pero por las edades de ambos yo diría que se trata de su hija.
Vuelvo a mirar a Marta. Duerme mientras jadea, dejando entrar el aire a sus pulmones en grandes y rápidas bocanadas.
Dejo de fijarme en su rostro y me concentro en su boca.
Dios mío. Su boca. Cuantas cosas he aprendido de las palabras que han salido de ella, cuantas sonrisas dulces y tiernas me ha entregado, cuantos besos amantes me ha concedido. Me será imposible olvidarme de ellos, sobre todo del primero. Nada tan especial me ha ocurrido en esta vida como ese primer beso que Marta me dio.
Siempre lo recordaré. Eramos amigos y nos fuimos juntos de vacaciones a la provincia de Cádiz, a un pueblo llamado Caños de Conil.
Sucedió durante el primer día.
Por la mañana le confesé que la amaba y que por las noches no podía dormir sin ver una vez más esa sonrisa en sus labios y aquellos ojos llenos de alegría. Marta dijo que también me quería, que ese sentimiento se encontraba arraigado en ella de mucho tiempo atrás y que estaba esperando, esperándome a mí.
Esto ocurrió en una pequeña playa a las afueras del lugar, sentados en la arena blanca y caliente del sur.
Volvimos a la habitación del hotel cogidos de la mano. Recuerdo que fue bonito sentir por primera vez su piel.
Cuando llegamos, el calor nos provocó sed. Nos dirigimos a la terraza, la gente allí sentada tomaba sorbetes de limón para combatir el bochorno. Ocupamos la única mesa vacía que había y pedimos una botella de champán. Mientras bebíamos, nos contamos cosas que no nos habíamos dicho hasta ese momento: supe que su libro preferido era Rimas y leyendas de Bécquer, descubrí que el mayor de sus secretos era soñar que se convertía en Dulcinea, la deseada de su deseado Quijote; yo le conté que me gustaría aprender a bailar el tango y que me encantaría que mi luna de miel fuera en Venecia. La bebida se acabó. No brindamos ni una sola vez, no hizo falta. Con la botella vacía en la mesa, nos quedamos callados y volvimos a mirarnos: nuestros ojos estaban felices: ya tenían lo que deseaban.
Decidimos ir a conocer el lugar. Nuestras manos se unieron de nuevo. Andamos y andamos. Recorrimos la plaza del pueblo y pudimos ver el ayuntamiento, sus arcos nos recordaban los destrozos de la guerra recién terminada; descubrimos una iglesia gótica, era vieja, igual que las mujeres que entraban y salían por su pórtico; y paseamos por la avenida principal, a un lado y otro de la calle, los portones de las casas se encontraban gobernados por unos escudos cincelados en piedra, que anunciaban a las gentes que pasaban por delante de ellos las historias de las familias que vivían allí.
Seguimos caminando. No hablábamos, pero nuestras miradas seguían cruzándose; nos regalábamos sonrisas.
Sin darnos cuenta del tiempo transcurrido, llegamos al final del pueblo. Delante de nosotros, se mostró un pinar espeso. Nos internamos en él y separados corrimos entre los arboles, riendo y persiguiéndonos. No paramos hasta encontrarnos debajo de un pino que tenía el aspecto de ser centenario, o milenario, no sabría decirlo con seguridad. Los dos abrazamos al gigantesco del árbol; nuestros dedos consiguieron rozarse. Mi cabeza se inclinó a la derecha, ella asomó la suya por el extremo del tronco. Le dije te amo sin que de mi boca saliera una sola palabra. Ella cerró los ojos y, con nuestros dedos tocándose, levantó la cabeza al cielo y sonrió. El viento del levante se hizo más fuerte y golpeaba las copas de los pinos provocando que bailaran para nosotros. Miré hacia el final del árbol, sus hojas perennes se movían de un lado a otro, sin parar, anárquicamente, como queriendo dar imagen a ese momento de felicidad. Marta se soltó y acercándose a mí, cogió mi mano y me invitó a sentarnos en el suelo. La obedecí. Apoyé mi espalda al acogedor tronco y ella lo hizo en mi pecho, puso de lado su cara y la recostó en mi corazón. Cerré los ojos y deseé que no llegara nunca la mañana.
De pronto sentí la piel fina de sus dedos acariciando mi rostro. Abrí los ojos y encontré los suyos frente a los míos. Tenía los párpados relajados y su niña mirando a la mía, seguía sonriendo. En ese momento supe que me amaba tanto como yo a ella.
Bésame, me dijo.
No la contesté. La felicidad desapareció y algo muy parecido al miedo me sobrevino. Mis labios no pudieron abrirse, ni para hablar ni para besarla. Quise decirla que era lo que más deseaba hacer, que no pararía de besarla hasta que nos sorprendiera la muerte, que anhelaba sus labios… y que era la primera vez que besaba a una mujer. Quise decirla todo eso, pero recuerdo perfectamente como el pánico me paralizó por completo y no pude hablar.
No sé cómo ocurrió. Es lo único que no recuerdo. Pero de pronto, mientras yo me ocupaba de mi pánico, ella se ocupó de hacerlo desaparecer. Sin darme cuenta sus labios rozaron los míos. Me besó suavemente, sin prisas, con dulzura, recorriendo mis labios, humedeciéndolos.
Y el miedo se evaporó.
Uno de mis brazos rodeó su espalda, el otro su cabeza, atrayéndola fuertemente hacia la mía, impidiendo que se escapara.
Y así estuvimos besándonos durante mucho tiempo acompañados por la luna llena.
De lo último que me acuerdo es de cuando nos separamos. Los ojos de Marta seguían estando ahí, parecían decirme que no volviera a tener miedo, que no temiera por amarla.
Cincuenta y nueve años después de ese primer beso sigo a su lado en esta patética habitación de hospital.
La verdad es que nunca ha vuelto a mí ese miedo por besarla, y mucho menos por amarla. Aunque hoy el espanto ha regresado. Mi boca ha vuelto a sufrir aquella antigua parálisis por no saber que decirla ni cómo consolarla, ni siquiera puede expresar todo lo que la amo y de que manera la he amado. Mis labios se han vuelto a sellar igual que aquel maldito instante antes de ese primer beso inolvidable.
Cojo la mano de Marta y la acaricio. Ella mueve su brazo. Su boca se abre queriendo aspirar más aire; puede que sea ese último suspiro del que todo el mundo habla.
Tengo que hacer algo, debo de hacer algo.
Sigo mirándola. Ella ha abierto sus débiles ojos y también me mira. Se encuentran apagados, resecos, condenados. Puedo ver el horror en ellos.
Cuando tuve veinte años conseguí aguantar malamente mi miedo hasta que ella me besó, pero no puedo soportar ni un solo minuto ver ese semblante de terror en que se ha convertido su rostro.
Por su cara viaja una lágrima hacia los labios.
Mis manos sujetan su cara, se dirigen hacia atrás, a la nuca, las subo y acaricio su media melena blanca y tersa, acerco mi cara a la suya, mis labios, cuarteados como aquella noche debajo del pino, besan los suyos. Haciendo un gran esfuerzo, Marta también abraza mi cabellera, besa despacio y dulcemente mi boca. De pronto deja de hacerlo. Sus brazos caen sin remedio en mi espalda.
Aparto mi rostro del de ella.
Mis ojos también se cerrarán para siempre, pero hasta que llegue ese momento no dejaré de ver en mi mente la sonrisa de amor que me ha dejado antes de irse.
la historia
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