Nadie la entendía, ni siquiera los otros cojines, que se reían de su preocupación mientras ellos sí podían dormir en cuanto se apagaba la luz. La almohada se imaginaba noches perfectas en las que se encadenaba un bostezo tras otro, hasta que llegaba el sueño. Nada, ni rastro de dormir. Las horas pasaban lentas y cada vez tenía más miedo de que la cambiaran por otro almohadón.
Una mañana, su dueña hacía la cama, como siempre. Pero aquel día, cogió la almohada y la guardó en un armario. En la cabecera de la cama, otra almohada se quedó. Más nueva, más mullida, más todo. Había llegado ese momento que tanto temía. Los cojines le contaban, desde fuera, que la otra almohada sí conseguía conciliar el sueño. ?No pierdas el tiempo?, le decían, ?tú ya no podrás volver a esta cama?.
Más ella no se rindió, porque si algo sabía era que el tiempo no se inventó para perderse. Así que la almohada prefirió perderse en su sueño, que era volver a su lugar y ser feliz. De repente, empezó a preguntarse: ¿Y si me valoro más? ¿Y si dejo de pensar que todo me sale mal y no sirvo para nada? ¿Y si empiezo a creer que todo me irá bien?
Se dio cuenta, la almohada, que hasta que no empezó a pensar así, nada cambió. De repente fue como volver a nacer pero ahora queriéndose más. Era la de siempre, con las mismas plumas, la misma tela, el mismo relleno. Pero con algo distinto. Y es que los cambios no saben caminar solos, nos necesitan a nosotros. Si los queremos, hay que cogerlos de la mano. Y eso hizo la almohada para conseguir su sueño.
Al final, de tanto quererse, de tanto valorarse, de tanto pensar así, se quedó dormida. Y cuando despertó, estaba de nuevo en la cama. ¡Felices sueños almohada!